Sabía que les decepcionaba que no me hubiera derrumbado, que no me hubiera arrodillado pidiendo perdón. Nunca tendrían ese momento, porque no lo merecían.
Y ahora me había despojado del miedo. Sus piedras no podían alcanzarme a tanta altura. Y, por supuesto, ellos jamás treparían hasta donde yo lo había hecho. Porque en realidad, a pesar de la fuerza con la que solían golpear, a pesar de la intensidad de sus palabras hirientes, a pesar de sus aires de grandeza... En realidad, eran unos cobardes.