jueves, 2 de abril de 2015

Hay personas que caen en espirales. Hay espirales que se van haciendo más y más oscuras a medida que giran. Existen espirales de silencio, de vacío y mediocridad. Pero hay otra. Está la espiral del valor.
Por supuesto, entrar no es fácil. Es como intentar llevarse al chico guapo de la discoteca estando descamisado, sudado, bañado en alcohol y con los ojos medio cerrados. Y pegándole un pisotón. Complicado.

La espiral del valor es una especie de club privado en la última planta de un edificio de treinta pisos sin ascensor. Llegan allí los que se han hartado a subir escaleras, los que han comprendido que los caminos en línea recta no llevan a sitios que merecen la pena, los que se han quedado tirados en mitad de la carretera pero están dispuestos a empujar el coche hasta el final del trayecto.
En la vida hay cosas difíciles. Y una de ellas es darse cuenta de que siempre hay dos opciones. Y digo opciones, no soluciones.
El que dijo que las malas noticias vienen de dos en dos, era un optimista. Y un tipo con suerte. La verdad es que vienen de cinco en cinco, y si me apuras, de seis en seis. Vienen a palazos. Hay una especie de maquinaria preparada para echar cantidades industriales de mierda en el mismo sitio, como si las hubieses encargado.
Pero aún con todo eso, seguimos teniendo dos opciones. Siempre podemos elegir entre ahogarnos o nadar. Mejor, podemos flotar.
Y quien flota, por lo menos, no se ahoga.
A veces esperamos que algo o alguien venga a por nosotros. Pretendemos que, como en esas máquinas llenas de muñecos, un gancho venga desde arriba y nos lleve hasta la superficie. Y esperándolo nos dejamos ir. Hasta que una voz nos pregunta algo así como "¿Acaso crees que sólo existes tú?" Y esa voz somos nosotros mismos. Y abres los ojos. Y aunque sigue igual de oscuro, te das cuenta de que a tu alrededor hay más cosas. Te das cuenta de que por cada cosa mala, hay una buena a la que no estabas prestando atención.
Entiendes que nos han dado la actitud y la voluntad como escudos protectores. Comprendes que la cuerda te la tienes que dar tú mismo, y de que aún así, hay gente esperando a que abras la mano y entres en la espiral del valor.
Llega un día en el que comprendemos que las opciones nos las damos nosotros. Que, al igual que nadie nos puede decir lo que hacer, tampoco nos pueden decir qué no hacer. Que las explicaciones que damos a los demás son las que nos queremos dar a nosotros mismos, y que a veces hay que enseñarse y corregirse hacia dentro. Y por supuesto que la vida no es justa. Pero, ¿acaso nosotros lo somos siempre?
Claro que llueve. Llueve, truena y graniza. Caen chuzos de punta. Pero nadie puede impedir que te pongas el chubasquero.
Hay umbrales que no están debajo de ninguna puerta. Hay umbrales que separan el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto, lo posible de lo imposible. Hay umbrales del dolor. Y umbrales del valor.
Sí, tienes razón. Es lo que hay, pero no es todo.
Las llaves no se tiran solas al fondo del mar y sólo tú decides cuándo dejar de buscar. Sólo tú decides en qué espiral quieres entrar.