La adolescencia es un sentimiento, no una etapa. Vivimos en la errónea creencia de asociar experiencia con edad, de confundir juventud con imprudencia, y de ver defectos donde sólo hay una sana exaltación de lo que se siente, sin construir diques a su alrededor. Porque crecer se ha convertido en sinónimo de reprimir, y es una pena que nos hayamos dejado.
Recuerdo a un joven que no pasaría de los dieciséis años. Con el pelo corto y despeinado, los ojos limpios y la sonrisa prestada. Recuerdo verlo rodeado y sentirse isla. Recuerdo su brillo, un brillo mate, apagado, uno de esos que sólo llama la atención de personas que vibran en su misma frecuencia, de miradas que enfocan y no necesitan filtro. Y él era así.
En ocasiones ves la afinidad antes de que se dibuje. Cierras los ojos y escuchas latidos bailando al mismo ritmo, improvisando una coreografía sin saberlo, sin tocarse, pero perfecta. Los abres y ahí están. Dos personas que se han consumido con tal fiereza que se han dejado una huella indeleble, que se han precipitado a un final desde la primera caricia por no saber y no querer contenerse. Dos personas víctimas de la edad. Porque ser joven te permite agotarte sin remordimientos ni reproches, y ojalá madurar no hubiera tomado un camino tan diferente.
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