Es cierto que el sufrimiento ha estropeado mi sonrisa, que las lágrimas han dibujado profundos surcos en mis mejillas, que el corazón me duele más de lo normal, y gotea latidos pausadamente, como sin vida, como sin ilusión. Es más que verdad que no encuentro paz en nada, y que la tristeza se ha convertido en mi vicio favorito, que nada me conmueve y me hace sentir vivo. Me acuesto con la soledad, me levanto con la soledad, me cubro con la nostalgia, y me visto no ya de colores, no ya de alegría. Todo me sabe insípido. El insomnio me hace compañía, mientras mis pensamientos deambulan por algún lugar lejos de mí. Pero también es cierto, que a pesar de todo, a pesar de que algo se rompió en mí, de que ya no sienta el sol tostando mi piel, de que ya no perciba el dulce olor de las flores, de que ya no me alegre con un atardecer, o no disfrute la lluvia, el café matutino, mi libro favorito, hay algo en mí que está vivo, que me invita a luchar, y me susurra que soy fuerte, que soy un guerrero, que no me deje vencer. Porque aún mi alma canta, mi corazón danza. Porque aún soy un niño, aunque me vista con la realidad, que sueña, que ríe, que llora, que es cursi al extremo, y piensa que todo puede cambiar para mejor. Un niño que juega y habla con la luna, que se despeina con el viento, mientras danza al son de la alegría. Un soñador eterno, que aún cree en los milagros, en en el amor... él está ahí, acurrucado, en mi corazón, en mis ganas de luchar, de vivir, de seguir. Sólo es cuestión de despertarlo y devolverlo a la vida.
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